Ni un soplo de viento. A nuestro alrededor, el bosque tropical nos envuelve. Con la espalda pegada a su camión, un chófer intenta encontrar una sombra, pero es un cometido difícil en mitad de la jornada, cuando el sol más atiza. Con un ambiente pesado y húmedo, Malasia asfixia desde hace días.
Con la cabeza protegida por un absurdo sombrero de paja, un chófer me hace señas con la mano para que baje la ventanilla y me ofrece una botella de agua. “Bebe un trago –me dice con una sonrisa fatigada–, te arriesgas a sufrir deshidratación. Aquí no es como en Europa”.
Siete u ocho Mercedes esperan para cargar, mientras aportan un poco de color a este universo verde. Por supuesto, el aire acondicionado es un bien inexistente; el agua en las cantimploras hierve.
Un guarda forestal, con la cara grabada por medio siglo de labor en el ambiente tropical, avanza lentamente con un paraguas en la mano. Inútil es tener prisa, sólo hará aumentar el sudor y el tiempo, lo que menos falta en esta parte del mundo.
En el estado de Kelantan, en el seno de Malasia, la industria maderera es un negocio particularmente rentable. Desde la noche hasta el amanecer, el ensordecedor ruido de las máquinas de tronzar que no paran de serrar troncos, asociadas directamente al dinero que reportaran, acalla gritos de ecologistas del mundo entero.
Desde hace décadas, el país deforesta sus inmensas reservas de árboles para alimentar el motor de su crecimiento económico. Hoy por hoy, con unas infraestructuras de primer orden, Malasia tiene un nivel de vida que se acerca al de ciertos países desarrollados.
Su crecimiento ha llegado a tal punto, que las empresas están obligadas a contratar mano de obra emigrante, principalmente de Indonesia, Bangladesh o del Nepal.
Las lluvias tropicales
Lee Yiam es chino. Sus ancestros emigraron a Malasia a finales del siglo XIX, animados por los británicos que necesitaban mano de obra barata y dura para trabajar en las plantaciones de caucho.
Durante algún tiempo, la situación de estos chinos rozaba más la esclavitud que la condición de trabajadores, pero fueron abordando todos los sectores de la economía del país: transporte, agricultura, turismo, industria, etc. Todo excepto el poder político.
Si Malasia es hoy la tercera potencia más desarrollada del Asia Sureste es gracias al trabajo y al excepcional espíritu empresario de los chinos.
Lee Yiam representa perfectamente su comunidad. Con un gorro demasiado grande, un aspecto desarrapado y unos ojos en movimiento perpetuo, no necesita sudar la camisa ni arremangarse. Propietario de un viejo Mercedes Serie L, suda sangre y lágrimas desde hace más de 20 años en todas las pistas forestales de Kelantan, transportando los troncos desde el lugar de la tala hasta la serrería.
Un trabajo duro y peligroso que puede acarrear enfermedades tropicales, insectos de todo género que depositan sus huevos bajo la piel o toneladas de madera que pueden desprenderse del camión mientras se realiza la carga al mínimo error de cualquiera. El calor, la humedad, las lluvias torrenciales que transforman la ladera en una pista de patinaje o los incendios forestales son sólo algunos de los retos que la naturaleza plantea a estos chóferes.
El Mercedes de Lee Yiam sólo dispone de una pequeña puerta de madera de fabricación propia y los anclajes de los asientos están trazados con bridas de plástico. Ponerse al volante de un Serie L es una experiencia mágica que lleva a un nostálgico retroceso en el tiempo.
A pesar del calor que impera en la zona a lo largo de todo el año, no hay aire acondicionado en los vehículos, pero la falta de cristales favorece una corriente de aire –siempre que se circule– salvadora.
Girar el volante con el camión parado exige bíceps de culturista, y el ruido del motor, ligado a un buen oído, suple la ausencia del cuentarrevoluciones.
Probablemente, Lee ni sabrá los kilómetros reales que ha recorrido con el camión. Todo lo que sabe es que el contador dio varias veces la vuelta completa antes de morir definitivamente.
“Los viejos camiones Mercedes son excelentes –asegura en un inglés perfecto–, todo se repara sin importar a qué chapista vayas a parar, todo puede reformarse con un martillo en mano”. Hasta hace unos años, antes de que los japoneses desembarcasen, Mercedes-Benz estaba solo y como único constructor de camiones. Fabricados en Alemania o en Brasil, estos camiones constituían la esencia del sector del transporte en las carreteras malasias.
Construido a finales de la década de los 50 y caracterizado por este enorme capó redondeado, típico de la época, el Serie L obtuvo un gran éxito en el mundo entero.
Una mecánica simple, la ausencia de electrónica y una solidez a toda prueba son algunos de los pilares para el buen desarrollo de las labores más duras durante todo este tiempo.
Hoy se dejan, poco a poco, reemplazar por vehículos más modernos en las grandes ciudades y en autopistas, pero todavía representan el 90 % de los camiones que operan en las junglas de Borneo, donde son utilizados mayoritariamente para el transporte de madera.
En este medio, las series L hacen gala de una dureza excepcional. “Hoy, los camiones modernos dependen cada vez más de sistemas electrónicos – explica Yiam–. Los mecánicos tienen que trabajar con ordenadores, pero con camiones como éstos es fácil fabricar una pieza que sustituya a la rota, más o menos”.
Los fantasmas 6X6
Éstos datan de la Segunda Guerra Mundial, cuando los japoneses ocuparon el país. Sin placas de matrícula ni puertas y, a menudo, sin parabrisas. Son feos y parecen grandes escarabajos, pero eso no importa para transportar troncos en las pistas más difíciles.
Aquí los llaman “lori hantu” (camiones fantasma) porque no pueden circular por carretera, pero los forestales malasios los adoran.
Equipados con tracción integral Mercedes 6×6 y un motor diesel Nissan V10, transportan hasta 30 toneladas de troncos allí donde cualquier otro camión no osa aventurarse. Mantenidos con amor por mecánicos incomparables, son la columna vertebral de la industria de la madera en Malasia. Bajo su capó hay piezas de una buena media docena de marcas distintas.
Casi todos los conductores de estas bestias son propietarios de su camión. Cuando la estación de lluvias llega y las pistas quedan impracticables, se trasladan a zonas de construcción. El trabajo no falta en Malasia y los “lori hantu” se aprecian en varios segmentos del transporte.
Extranjeros en su país
Sin lugar a dudas, nos hallamos en un país tropical. Más allá de las colinas, unas grandes nubes negras anuncian fuertes inundaciones y en un abrir y cerrar de ojos la lluvia hace su presencia. La vegetación parece rendirse bajo el peso del agua que cae torrencialmente y los hombres corren para ampararse bajo el abrigo de una choza que sirve de bar y restaurante. Hay chóferes indios, malasios y chinos que esperan en el refugio a que escampe la tormenta.
Tres razas y religiones que cohabitan en este país situado entre Tailandia y Singapur. Cada comunidad tiene su propia comida, escuelas, costumbres, lenguas y lugares de culto.
Bajo el delgado techo de hojas donde se protegen de la lluvia, los conductores no se mezclan entre ellos. Los musulmanes tienen el poder político y se reparten todos los puestos administrativos, mientras que los chinos dominan la economía.
En esta región de Kelantan, que es una de las más radicales del país, el día libre es el viernes y las autoridades quieren prohibir el consumo de alcohol y del cerdo, pero esta medida no encaja con los chinos ni con los indios. “La armonía entre razas que defiende el gobierno no es más que una ilusión; los musulmanes viven de nosotros. Con nuestros impuestos, construyen mezquitas a bajo precio y apartamentos para sus funcionarios”, afirma Lee Yiam.
La discriminación es tal, que un buen número de chinos escogen marcharse del país para ir a vivir fuera. “Mi hijo ha realizado estudios informáticos y actualmente está acabando su formación en Singapur”, nos explica Yiam, “Es triste, pero le he aconsejado que no vuelva”, sentencia Lee.