Un convoy de camiones que transporta paracaídas de la armada libanesa circula por la carretera que llega hasta el puerto de Beirut. Los soldados, armados y burlones, saludan a una hermosa joven, con la cara tras unas enormes gafas de sol y que avanza a grandes pasos. A lo lejos, sobre un Mediterráneo de azul intenso, un mercante portacontenedor gigante fondea, mientras espera acercarse para descargar su valiosa mercancía en cajas metálicas.
Bocinas sonando de forma agresiva, olores de kebabs y hierbabuena entremezclándose y un sol de justicia predominan durante la jornada. Los viejos taxis colectivos Mercedes de los años setenta, con más de un millón de kilómetros en sus cuentakilómetros, se abren camino a toque de bocina para acercarse a cargar el próximo cliente. Estamos en la antesala de Oriente Medio, y este primer día del mes de marzo aparece como una magnífica postal.
Con ojos vivos, sonrisa encantadora y bigote, Michel encarna perfectamente la imagen que nos creamos de los libaneses. Habla un perfecto francés, pero se desenvuelve igualmente bien en inglés. Conduce su camión como si fuera un juguete a través de los embotellamientos permanentes de la capital.
“Hay mucho trabajo en Beirut”, no para de repetir, “mira, hay contenedores por todas partes. La ciudad está en construcción y nos ganamos bien la vida”. Como la gran mayoría de los chóferes libaneses, Michel es propietario de su camión y trabaja como autónomo. “Aquí no nos gusta trabajar para otros”.
Sobre el parasol de su vehículo lleva enganchadas las fotos de sus tres hijos, justo al lado de una cruz cristiana. En el Líbano, la religión tiene mucha importancia y a cada uno le gusta marcar su territorio.
Tras los bombardeos
Beirut es una ciudad singular en cuyas calles parece darse cita todo el Medio Oriente. Todas las religiones están representadas y se pueden ver iglesias al lado de mezquitas en pleno centro de la urbe. Destruida y reconstruida siete veces a lo largo de su historia, rechaza morir y parece renacer de sus cenizas con cada maldición. La última fecha fatídica, en 2006, cuando la aviación israelí bombardeó el núcleo urbano.
Los puentes fueron derruidos y las autopistas hechas trizas, pero los habitantes de la capital son duros al sufrimiento y volvieron a construir. En pocos años, los estigmas del conflicto han sido encarados con dinero y a golpe de excavadoras y volquetes. El último proyecto de una capital en plena expansión, un lujoso zoco con el tejado de cristal construido sobre las ruinas de la guerra civil. “Cada vez que las bombas callan, retomamos la esperanza”, sonríe Michel.
Pero el llamativo lujo del centro de la ciudad no plasma la realidad de un país que vive al ritmo de constantes cortes de electricidad, y en el que en los barrios populares, familias enteras subsisten gracias al dinero de un padre o un hermano que reside y trabaja en el extranjero.
Un largo camino
Hemos pasado una buena parte de la madrugada en el puerto antes de poder cargar una remesa de vacas que provienen de los Países Bajos con destino a una granja del llano de Bekaa. Michel transporta todo tipo de mercancía: desde ganado a productos alimenticios, pasando por electrónica importada de Japón o ropa “made in China”. Por lo general, el peso de su cargamento se acerca a las 40 toneladas, más del doble permitido por las autoridades, aunque la policía no mira demasiado si al pasar cae en sus manos un billete de diez dólares. En las prolongadas colas para acercarse a las navieras reina una actividad frenética.
El puerto de Beirut es la puerta de entrada a Oriente Medio. Una centena de semirremolques, matriculados en Dubai y conducidos por chóferes sirios esperan poder cargar. En efecto, con el fin de evitar el costoso pasaje por el canal de Suez y un retorno de varios miles de kilómetros, los barcos que provienen de Europa y América vienen a descargar sus contenedores a este puerto, donde los camiones transportarán la mercancía hasta los Emiratos Árabes.
Un camino sagrado de más de 7.000 kilómetros de ida y vuelta a través de Siria, Jordania y Arabia Saudita, con temperaturas de lo más variadas que pueden alcanzar alegremente los 40 grados centígrados. Sentado delante de su Scania, tranquilamente fumando con su pipa de agua, Mohamed espera el que no será su primer viaje ni el último. Sin prisa, espera los últimos documentos que le permitirán cargar su camión. Forma parte de los transportistas internacionales que atraviesan la región, de Turquía al Sultanato de Omán, desde hace tiempo.
Mohamed ha sobrevivido a las minas iraquíes, aunque no le gusta demasiado circular por las carreteras yemenitas con los tiempos que corren. Pero aquí, el coraje es lo cotidiano, los camioneros conducen sus vehículos a través de guerras al igual que trashumarían por llanos de invierno a verano, con total normalidad.
Mercedes impera
El cuentakilómetros de su viejo Mercedes 2624 ya no cuenta más. Hace tiempo que finalizó la vida útil del motor, pero éste continúa ronroneando con la eficacia de la ingeniería alemana. En el Líbano, los Mercedes acaparan el mercado de vehículos industriales, aunque últimamente crecen en el segmento mayoritariamente los Volvo y Scania. “Los libaneses apreciamos la marca Mercedes”, explica Michel, “es la referencia absoluta sobre todos los vehículos destinados al transporte de mercancías y pasajeros.
Pero preferimos los modelos anteriores a los años 90, porque podemos realizar nosotros mismos el mantenimiento y las reparaciones en taller no pasan de 500 dólares cada vez”. Estas grandes tractoras dotadas de una mecánica simple y robusta están perfectamente adaptadas a las difíciles condiciones climáticas y a las exigencias de las carreteras de Oriente Medio. No tiene miedo de nada, ni del fuerte calor veraniego, que puede alzar el termómetro hasta los 50 grados.
En el caso de tener una avería, cualquier mecánico de carretera conoce la mecánica y la reparará en el mínimo tiempo posible, puesto que contará con un buen número de piezas de recambio para estos modelos. Las piezas reemplazadas se reparan o se modifican para alargar la vida útil, así que no son demasiado costosas. Todo ello son argumentos que hablan por sí solos para los transportistas de la zona.
Conducción agresiva
Desde la salida del puerto, la carretera que enfila hacia la llanura de Bekaa y más allá hasta la frontera siria remonta entrelazada a través de los suburbios y arrabales de Beirut. La circulación es caótica y la conducción demencial. Todos se abren paso por las calles a toque de bocina, acompañada de una sarta de insultos.
Michel no es una excepción. Aunque es propietario de su camión, nadie lo diría por su forma de conducirlo. “La mayoría de los chóferes empleados por compañías de transporte son de origen sirio”, explica, “trabajan por menos de la mitad de dinero que los libaneses y circulan hasta 18 horas sin descansar, pero no saben conducir y provocan infinidad de accidentes”.
A pesar de la retirada del Ejército sirio en 2005 después de alrededor de 29 años de ocupación, los naturales del gran país vecino no son muy apreciados por la población libanesa, aunque se toleran, puesto que se han convertido en una mano de obra barata en muchos trabajos que los locales ya no quieren realizar o ejercer.
Desde que dejamos la capital, los paisajes se han transformado en grandes cordilleras. En pocos kilómetros nos elevamos hasta 1.500 metros de altitud y la temperatura ha refrescado suavemente. A cada lado de la carretera, lujosos chalets están dispersados por la montaña. “Muchos saudíes vienen a construir en la región”, comenta Michel, “vienen en verano para aprovechar la dulzura del clima, provienen de Ryad o Jeddah”.
Control de camiones
Pasamos por un puente recientemente reconstruido que los israelíes habían destruido en 2006. Tel Aviv previno al Gobierno libanés, que era responsable de las actividades del Hezbollah. Si permitía el bombardeo sobre Israel, las infraestructuras serían vigiladas y los puentes y las carreteras destruidas.
“Tras la última guerra, los propios camiones fueron registrados por el ejército de Tsahal, puesto que eran susceptibles de transportar armamento”, recuerda Michel, “La psicosis era tal, que los automovilistas se detenían para dejarnos pasar y nadie tomaba las carreteras principales”. A pesar de la mejora económica que experimenta el país del cedro, todo el mundo sabe que un futuro conflicto es inevitable. Mientras esperan, fieles a sus hábitos, los libaneses aprovechan la vida.
Los bares y discotecas durante las noches del fin de semana en Beirut están hasta las trancas de jóvenes. La vida es bella mientras no caen bombas. Al igual que sus compatriotas, Michel disfruta y rebosa ilusión, al mismo tiempo que aprovecha el resurgimiento económico que se experimenta en su país. “Acabé de pagar los plazos de mi camión el año pasado”, dice con una gran sonrisa, “ahora podré ganarlo y gastarlo”.