El ascenso al célebre Pikes Peak sólo es un día al año, pero ¡qué día! Los venados y marmotas que pueblan a sus anchas por esos inhóspitos y deslumbrantes parajes saben que en esa jornada, que se celebra religiosamente desde 1916 (excepción hecha de los años 1942 a 1945, a causa de la segunda guerra mundial), deben buscarse refugio ante tanto ser humano desbocado.
Las almas de los indios Ute, que descansan entre esas cumbres, de las que eran sus legítimos propietarios antes de que algún rostro pálido las bautizara como Grand Pike; junto a las de, tal vez, algún barbudo explorador que se encontró con la muerte en su búsqueda enfebrecida del preciado oro; seguro que se agitan tenuemente por unas horas ante tal avalancha de decibelios.
El magnetismo que el Pikes Peak despierta en los albores de cada verano ha hecho que sea reconocida como la más famosa en ascenso a escala planetaria.
Coches de rally, pick-ups customizadas, buggies, motos o camiones comparten espacio, aunque salgan a batirse el cobre tras pistoletazos de salida distintos.
En este gran show, a medio camino entre la fiesta y la religión, ya hemos apuntado que las motorizaciones superan en ocasiones los 1.000 CV, si bien es cierto que a la cima-meta, con el oxígeno muy rebajado, y sin serpas de ninguna condición, llegan todos (y cuando decimos todos queremos referirnos a propulsores mecánicos y pulmones humanos) con su potencia reducida en hasta un 40 %.
Pero si hay una categoría en la que se pone toda la carne en el asador con el único objetivo de batir récords, es la denominada Unlimited, en la que no hay otra regla que la de pasar una inspección técnica estándar.
Las velocidades en esa categoría coquetean con los 200 km/h en algunas fases de la carrera; una brutalidad absoluta si se tiene en cuenta que, de la mitad del recorrido en adelante, el firme deja de ser asfaltado y la gravilla pasa a ser protagonista, con barrancos a lado y lado de cientos de metros de caída.
Una curva, otra, otra… y así hasta 156 en un recorrido que no llega por poco a los 20 kilómetros.
Detrás de cada una de esas curvas tienes que bregar con lo que venga de sopetón, sea un banco de niebla o un chorro de sol a caño que te deja semiciego, que hace muy habitual la imagen de un piloto con una mano al volante y otra ejerciendo de improvisada visera.
No abundaremos en este reportaje en la categoría de camiones, pues ya en nuestro número 228, hace poco más de dos años, nos extendimos de lleno en Mike Ryan, un especialista de Hollywood para escenas en las que la conducción de un camión entraña peligros e imprevistos; a esta cita en Colorado Springs acude con un Freightliner fuera de molde, tocado por un impresionante alerón trasero y propulsado por un motor Mercedes de 1.250 CV de potencia.
Trucks en la retaguardia
Otros camiones presentes en el Pikes Peak, pico montañoso que pasa por ser el más visitado de Estados Unidos, son los que cargan con buena parte de la infraestructura de esta carrera, la segunda más antigua en este país, tras las 500 millas de Indianápolis.
Los hay que, por sus dimensiones, cuesta creer que hayan subido hasta el campamento base de este gran circo, donde se sitúa la línea de salida, y que está a 2.862 metros de altura.
Es el caso del International de morro del equipo Hankook, con cuyos pilotos, John de Salvo y James Jimno, pasamos un rato, para ellos de relax, mientras estaban las carreras en pleno auge a media mañana. “Manejamos los dos, normalmente unas 10 horas cada uno.
El equipo Hankook lo conforman entre 12 y 15 personas que van de competición en competición, unas 13 carreras en todo el país, además de participar en múltiples eventos de marketing de la marca. Lo normal -continúa De Salvo- es que vivamos de cheque en cheque y de febrero a diciembre no pisemos la casa”.
“Nuestra misión aquí -es ahora Jimno el que habla-, una vez aparcados, es llevar las ruedas al box, donde los mecánicos las ponen, mientras nosotros recogemos las viejas. El ambiente aquí es casi como el de un concierto de rock.
La gente lo vive con una excitación máxima y ya se agrupa de madrugada en cada curva, y con la noche aún cerrada, con neveras portátiles, hamacas y barbacoas improvisadas.
El punto de mira más codiciado es el que ofrece una curva que tiene una caída de 1.800 metros, que da vértigo sólo mencionarla”.
Vértigo es un término que se queda corto. De hecho, a la zona de curvas más peligrosas se le denomina Devil’s Playground, que viene a traducirse más o menos como terreno de juego del diablo.
Dani y yo nos vamos acercando con nuestra cámara a la cima, y damos fe de que, si frikis son los vehículos, no menos lo son los parroquianos de esta carrera en las nubes, como se conoce en todo el mundo a esta competición de ascenso (Hillclimb).
Las banderas con sus barras y estrellas se agarran con cuerdas entre los árboles, y no faltan (a patriotismo más ordinario no hay quien gane a esta gente) retratos de soldados a pie de carretera, se supone que de colegas que deben andar por Irak, Afganistán o cualquier otro lugar del basto imperio.
La logística de los distintos equipos se transporta en grandes vehículos en función de los presupuestos de cada cual. La habilidad del conductor es muy relevante, pues los porcentajes de desnivel son muy altos en la Pikes Peak Highway, y el camión debe echar mano constantemente de los distintos ensanchamientos que hay para que un vehículo deje paso a otro.
No hay vallas de protección y, para que os hagáis una idea, las nieves son perpetuas en algunos puntos de estas cumbres, de modo que el tráfico se cierra totalmente durante las épocas más duras del año.
Los camiones de más de 10 metros de longitud (30 pies) tienen prohibido el acceso a este gran puerto de montaña, así que el día de la carrera, en los albores de cada verano, es el único en el que se sobrepasan tales dimensiones en pro de la infraestructura de carrera.
Muchos de los conductores con los que hablamos recuerdan, no obstante, tiempos aún más complicados, cuando el trazado era íntegramente de tierra.
Sonny Anderson, que conduce un GMC como uno de los coches oficiales de la carrera, nos cuenta que, para la mayor parte de los pilotos, simplemente el acabar la carrera era considerado todo un éxito.
La presencia de coches locos de colores y formas de dibujos animados es la que da más lustre a la competición, aunque Anderson reconoce que en la categoría única de camiones modificados le sentaría muy bien algo más de competencia al Freightliner, ya citado anteriormente, de Mike Ryan, que trae su camión en barco desde Nueva Zelanda cada año.
En alguna ocasión ha sido el único en tomar la línea de salida en su categoría, lo que no le impide bajar normalmente de los 13 minutos, una marca no tan alejada de la de los grandes bólidos, de los que aún ninguno ha logrado franquear la barrera mítica de los 10 minutos.
Desde que salimos del hotel de Colorado Springs, apenas pasadas las cuatro de la madrugada, ya han pasado más de 14 horas, y nuestros músculos parece que empiezan ya a sufrir el efecto de la falta de oxígeno en esa horquilla de entre 2.900 a 4.300 metros de altura en la que deambulamos desde hace mucho rato.
Entre esas montañas rocosas en las que nos encontramos, dicen que puede divisarse en los días de claridad absoluta las puntas de los rascacielos de Denver, capital del estado de Colorado.
Hoy no es el caso, desde luego, y el frío ya empieza a calar en nuestros huesos bajo una piel, en contraste, enrojecida por el sol, y también bajo el polvo que levantó tanto vehículo disparatado en nuestra ropa.
Todo lo que sube, baja, y en eso es en lo que estamos ahora, camiones, coches, motos y personas. Dejemos a las marmotas que vuelvan a su invariable día a día, y al paisaje a que retorne a su sempiterna y mágica quietud. Ahora queda digerir lo que hemos visto y compendiarlo en palabras.
Si uno cierra los ojos, le pitan los oídos aún embaucados por el sonido chillón de tanto motor hiperpotenciado, pero hoy no nos va a quitar nadie de dormir como troncos, aunque sea después de toda una jornada de heavy metal en las nubes.