Al ir enlazando años y madurez, lo material pierde el foco y uno acaba valorando su riqueza por la cantidad de amigos y gente querida que tiene a su alrededor.
Efectivamente, lo que el camión une es muy difícil que algo o alguien lo separe.
Si un buen amigo ha sido además profesional del transporte, comprende como nadie esa particular manera de entender la vida que tiene el que se ha pasado la mitad de la misma encajado a un volante, viendo paisajes en movimiento.
Para comprobarlo por mí mismo, soy citado por Vicente Ferrada en el Hostal la Masía de Villarreal (Castellón), donde, como cada sábado, ha quedado para almorzar y echar la mañana con otros transportistas ya jubilados, como Eugenio Rovira, Eudimio Melo, Sanchordi, Pascual Moles y Felipe Piquer.
Ellos representan una profesión y un tiempo en el que en esa zona de España todos iban a la fruta y la verdura, especialmente la naranja, llevándola del campo a los almacenes y a los mercados centrales de muchas provincias de España, como Barcelona, Madrid y Zaragoza.
Eran años en los que no se había extendido la cultura del azulejo en esa zona del Levante español, un azulejo que ahora domina el paisaje en Villarreal y Castellón en general.
Este grupo de hombres, además, al llegar el verano hacían la campaña del melón (Almería, Granada, Murcia…), cargando esta fruta en palets enormes y transportándola a almacenes y mercados.
“Hacer 20 horas seguidas era habitual – van diciéndome unos y otros, mientras transcurre el almuerzo–. Conducir el camión era casi lo de menos. Después de cargar toneladas de cajas de fruta, la sensación al sentarte al volante era como de que ibas a descansar.
A veces fichabas a gente que se ponía a la puerta de ciertos mercados para ayudarte a cargar o descargar, y así librabas un poco. Era duro físicamente, pero hace 30 años te pagaban 5.000 pesetas por tonelada de fruta y ahora 30 euros.
Es decir, lo mismo, o incluso un pelín menos, si bien hay que reconocer que en los camiones actuales se pueden cargar tres veces más toneladas.
Se hacían muchas barbaridades, como conducir sin dormir y cargar 12 toneladas donde solo había tara para 7, pero es cierto también que normalmente pagabas relativamente pronto tu camión, se paraba uno a mear donde quería y la sensación de compañerismo era formidable”.
El caso de Vicente Ferrada, anfitrión principal de este encuentro con Solo Camión, es peculiar, porque el camión ha orbitado siempre en su vida y tiene todos los permisos en su bolsillo, pero no ha sido un profesional del transporte al uso.
En las treguas que daba el colegio, Vicente acompañaba a su padre en sus viejos Thames y Chevrolet, pero cuando ya de adolescente decidió que no quería seguir estudiando, se enroló con él en la ruta, pero únicamente como ayudante en la carga y descarga, sobre todo con un Pegaso Comet, que en tan solo un año pagó y carrozó, y que fue de los primeros en la zona en contar con reductora.
“Era un camión frutero y nada estaba paletizado, así que nos pegábamos unas palizas tremendas cargando a mano 8 o 9 toneladas de fruta a las 2 de la madrugada.
Después –continúa Vicente, hoy prejubilado a sus 62 años– nosotros mismos nos buscábamos las vueltas en las agencias de transporte que abundaban en Villarreal, Barcelona, Madrid y otras provincias de España”.
Siendo ya veinteañero, Ferrada decidió que esa vida junto a su padre, que además no le daba bola como piloto, sino tan solo como ayudante, no era la que quería para su futuro y fichó en una fábrica de azulejos.
“En Grespania estuve de los 26 a los 61 años, y aunque mi labor allí no tenía que ver en nada con la de hacer ruta –prosigue–, sí me mandaban de vez en cuando a transportar en un tráiler palés de azulejos de una fábrica a otra, además de hacer algún que otro porte puntual.
Tengo todos los carnets de camión y, a pesar de no haber ejercido la ruta propiamente dicha, he sentido siempre esta profesión en primera persona”.
El caso de Felipe Piquer responde quizá a una trayectoria más natural como transportista. De adolescente se curtió como mecánico arreglando camiones y transformando motores de marcas como 3HC, Bedford, Studebaker, Ford María de la O, etc.
No obstante, en cuanto pudo pasó del taller a hacer la ruta con su padre. Comenzó montado en un Seddon, al que le siguió un Pegaso Comet que les duró nada menos que 17 años.
“En Villarreal había una gran concentración de agencias de transporte, y nunca te faltaba el trabajo –explica Felipe–, pero era duro, porque la carga era manual y casi siempre se conducía en la noche”.
Con los carnets de camión en la mano y llegado de la mili con 23 años, Piquer pasó algunos años más con su padre, hasta que decidieron separar sus caminos profesionales, porque el Comet no daba para los dos.
“Pero mi relación con él –se emociona Felipe– siempre fue especial. Durante muchos años llevaba a mis hijos al cole en el camión y después iba a almorzar con mi padre, de lo que me siento muy orgulloso.
Tiempo después –sigue en tono emotivo– nos reunimos estos amigos cada sábado, almorzamos, le damos vueltas a nuestro corazón camionero, reímos y jugamos a las cartas. Lo mejor de la vida está sin duda fundamentado en momentos como estos”.