Toni, Óscar e Iván hace años que duermen mejor o peor en función de lo que dice el Meteosat. “Te metes a la cama preocupado: si va a llover, si habrá mucho barro, si podré entrar…Lo pasamos mal”, reconoce Iván. Se adentran a diario en los Pirineos en busca de madera para nutrir a un aserradero de El Bergadá (Barcelona).
Los caminos de monte por donde transitan con casi 60 toneladas brutas de peso son imprevisibles. Hielo, agua y barro —mucho barro— son los enemigos. Como aliados, la tracción de tres Volvo FH16, el trabajo en equipo y unos nervios de acero.
Dedicarse en solitario a este tipo de transporte es hacer de trapecista sin red. Te saldrá un día bien, y dos y tres. Pero, tarde o temprano, te verás envuelto en una situación muy, muy seria. Toni Martín, Óscar Valencia e Iván García son amigos y trabajan juntos.
Viven cerca, en la comarca de El Bergadá, se conocen desde hace años y viajan en convoy tanto como pueden, precisamente porque las han visto de todos los colores. “Estás tan habituado a este tipo de faena que muchas veces no eres consciente del peligro que corres –explica Óscar–. Hay que concienciarse de que tienes que ir con alguien”.
Cada uno de ellos trabaja como autónomo para el mismo aserradero de Gironella, y siempre que la cantidad de madera a recoger lo permite, cuadran agendas y hacen juntos el viaje al bosque. A menudo se adentran en terreno inhóspito, alejados de la civilización y sobre un terreno capaz de convertirse rápidamente en un barrizal si las nubes se vuelven caprichosas.
El invierno es criminal y tener las espaldas cubiertas no está de más, o dicho de otra manera —como bien recalca Óscar—: “seis ojos ven mejor que solo un par”.
La faena les lleva a recorrer los Pirineos en busca de pino y abeto, siempre a merced de la meteorología (cuando la madera de una zona de la cordillera está demasiado húmeda viajan hasta áreas menos frías), y preparados para hacer noche lejos de casa, aunque no es lo habitual.
Desde Berga salen rumbo a los bosques más orientales de Perpiñán o, si toca rumbo oeste, a Saint-Gaudens, Lourdes, Tarbes, etc. Peinan el sur de Francia y trabajan llevando género también a fábricas papeleras, llegan incluso a Burdeos.
Hoy les acompañamos en un viaje corto (350 km ida y vuelta) que arranca a las 5 de la mañana y nos lleva hasta el bosque de Pradières, en el Ariége, región de Occitania, a unas 3,5 horas de Berga.
Subimos de vacío, cruzando Puigcerdá, el alto del Puymorens (no hay nieve y así nos ahorramos el peaje del túnel) dirección Foix, hasta que tomamos un desvío a la derecha desde donde comienza la pista forestal que cruza el bosque de Pradières y donde los tres Volvo FH16 van a ser cargados hasta arriba, literalmente, de tronco de pino.
No es la primera vez que les toca venir aquí. Conocen los caminos y los puntos problemáticos. Pese a todo, Toni se pasa buena parte del trayecto hasta la pista forestal chequeando constantemente los arcenes de la carretera.
Me cuenta que va fijándose en las orillas, en cómo está la tierra de los campos, siempre alerta, y preparado para la tensión, incluso oteando el horizonte en busca de nubarrones: “Cuando no has estado en el sitio, voy con el miedo en el cuerpo –reconoce–. Y cuando hace tiempo que no has vuelto, también”.
Por delante, 45 minutos de pista con grava en el mejor de los casos (en el peor, fango puro) y una circulación llena de precauciones. Pese a todo, esta es la parte fácil. Viajamos de vacío. En breve, los vehículos estarán a tope de carga y los 18 neumáticos de cada camión comenzarán a deslizarse montaña abajo soportando 56 toneladas de carga bruta. Óscar me ve la cara de asombro y sonríe. “Ya verás”, me dice. Yo me miro las botas. Llevo barro hasta las espinillas. Trago saliva.
El invierno, enemigo íntimo
Arriba ya les espera la máquina autocargadora, el monstruo que coloca la mercancía a pie de camino. Iván es el primero que para a cargar (Toni y Óscar siguen por la pista hasta otra zona, a escasos 10 minutos de allí). La rutina es siempre la misma: desplegar las patas para fijar el vehículo al terreno, colocarse los guantes y subir a la grúa.
Desde allí se efectúa toda la carga, alternando troncos sobre el camión y troncos sobre el remolque. En una hora está listo. Toca amarrar con cinchas e iniciar la parte más complicada: el descenso. “Las maniobras pueden ser complicadas, según el día y la pista –explica Toni–. Hay sitios donde te la juegas un poco más porque vas con alguien.
Incluso, a veces, uno deja el camión fuera y echamos un vistazo con el otro antes de empezar la carga. La ventaja que tenemos, también, es que estos equipos con remolque son muy polivalentes, más que una plataforma”.
La sensación de que un bicho de esta envergadura se quede semihundido en una pista donde, a veces, no llega ni la señal de móvil, es de todo menos agradable. “Te tiene que gustar porque la tarea es dura –me dice Iván, el más joven del grupo–. El peor momento del año es, sin duda, el invierno, con la nieve, el hielo y el agua. Todo son dudas, por la noche, en la cama, no sabes a ciencia cierta qué te vas a encontrar y cómo lo vas a solucionar”.
Óscar explica que un día el vehículo empezó a deslizarse cuesta abajo y tuvo que saltar en marcha. “Por la presión de volver cargado hay veces que te la juegas más de la cuenta. Te vas metiendo y dices: ya lo sacaré”. Y a veces no se saca, por mucha experiencia que uno tenga. “Lo de la experiencia —sigue Óscar— es importante, pero no puedes relajarte nunca.
Crees que conoces el terreno, dónde dar más gas, dónde salir en segunda… pero no te puedes fiar. Ves que el camión se te va y no entiendes por qué. Desde ahora hasta mayo nos jugamos el físico”. Toni asegura que muchas veces se ha preguntado “¿pero qué estoy haciendo aquí en medio de la nada?”.
A partir de noviembre empieza el show: primero el agua, luego la nieve, después el hielo por debajo y, al final, el barro. Así hasta abril. Ha habido inviernos con meses que solo han podido salir once veces. Cuando el terreno está inestable, cualquier operación, por sencilla que parezca, puede convertirse en una trampa.
Ser conservador te evita sustos: “Hay veces que es mejor desenganchar el remolque, y entrar solo con el camión –dice Toni–. Al menos con esa parte de la carga ya salvas el viaje”. Igualmente, los remolques llevan un gancho en la parte delantera por donde, en caso de emergencia, la grúa puede moverlos.
Monturas de máxima calidad La lista de imprevistos, como vemos, es inacabable. Por eso, los tres compañeros no escatiman gastos ni en los camiones ni en sus respectivos equipamientos. Y tampoco en el mantenimiento, una de las claves para evitar sobresaltos en medio de la montaña.
Los tres Volvo FH16, un 700 CV y dos 750 CV, son 6×4 con tracción a los dos ejes traseros y enganchan un remolque de tres ejes para una longitud total de 18,70 metros. Son vehículos carrozados específicamente para el transporte de troncos (carrocería esquelética, sin suelo), incorporan grúa y taran 21 toneladas.
La potencia de motor es fundamental, y los consumos se pueden disparar fácilmente a los 70 litros/100 km en una jornada de montaña.
Los tres confían ciegamente en el saber hacer escandinavo, no solo en Volvo sino también en los fabricantes del resto del equipamiento. Óscar destaca la calidad del sistema de cambio y diferencial, uno de los puntos que más sufren durante este tipo de trabajos.
Además de la tecnología de los Volvo FH16, el trío de equilibristas al volante se apoya a ciegas en la opinión del compañero. “Es la clave de que nos vaya bien –afirma Óscar–. Todos a una, haciendo consenso cuando tenemos dudas sobre el terreno. Aquí, lo de cada uno a lo suyo no funciona”.