Con 16, y eso sí que ya puede recordarlo por sí misma, se quedaba en casa llorando si Alberto, su padre, no la llevaba en el camión, porque había adquirido algún compromiso que le impedía hacerlo. Rosa, su madre, no daba crédito. “¿Pero cómo puede ser que llores así por eso?”. Buena pregunta, sin duda, y más trascendental de lo que parece.
Lo que esta tierna camionera tarraconense atesora es algo que tal vez muchos se pasen toda una vida buscando, sin llegar nunca a encontrarlo: la conexión permanente de tu entorno vital con tu vocación laboral. Esa esa la esencia de la que se nutre esta mujer, en una armonía que ni un despertador sonando a las 2.30 de la madrugada osa inquietar.

Cuando le pregunto si no cambiaría el camión por una mesa de oficina y 14 pagas de 3.000 euros, me contesta veloz: “Ni por 5.000”. No perdí el tiempo en subir la apuesta, pues creerla o no, como pasa tantas veces en esta vida, es una simple cuestión de fe.
No obstante, yo la creo, y aportaré para ello una prueba que no sé si ante un jurado sería aceptada como tal, pero que para mí es más que reveladora. Ahí va: nos citamos a primera hora de un sábado en un restaurante, pedimos sendos cafés y comenzamos con la entrevista que suele preceder a un reportaje como este. Una hora después, apago la grabadora y mi vista da casualmente con el café con leche de Roser. Está intacto. Ni lo ha tocado. Posiblemente, ni ha reparado en él. Es hablar del camión, de su oficio, y la emoción absorbe todo el entorno. Esa es Roser.

Esta vivaz transportista, nacida en Ginestá (Tarragona), dio sus primeros pasos en una granja familiar, con cerca de 3.000 cerdos, junto a unas tierras de las que anualmente salen unas 170 toneladas de melocotón, nectarina, albaricoque y demás. “Me he criado entre cerdos y árboles frutales y he sido la niña más feliz del mundo. Por nuestras tierras –prosigue Roser– rondaban camiones que me robaban la mirada. En casa teníamos un frigo con el que mi padre solía ir a Mercabarna todos los fines de semana, y yo con él. He crecido montada en un camión y sabía que era tras un volante donde quería dibujar mi futuro”.
Terminados sus estudios, Roser se emparejó pronto y con 20 años tuvo a su hija Aida. Se fue a vivir a un pueblo cercano, donde la maternidad lo copaba casi todo, pero al separarse volvió con sus padres, ya convencida de que quería ser camionera. No obstante, aprovechando el tiempo que necesitaba para ir obteniendo los permisos, trabajó un tiempo en una firma de Valls, acompañando como visitadora a un veterinario en granjas de cerdos, para su vacunación y cuidado.

Con el carnet de rígido, su primer empleo fue en una campaña de la naranja que duró tres meses. Pasado ese tiempo, Sebastián, su actual jefe, le ofreció probar en su empresa de transporte de cerdos. “Mi primera sensación fue pensar que era una labor demasiado dura para mí, pero los ánimos de mi padre y la afable perseverancia de Sebastián me inclinaron a aceptar el reto. Aunque algo pudiera intuir –afirma tajantemente–, nunca pensé que me iba a gustar tanto”.
Jornada exigida
Cuando Roser hace el turno de noche, el despertador le suena a las 2.30 de la madrugada. Lo que sigue a la apertura de sus ojos es tapar a la niña, ir a buscar el camión y plantarse en la granja a las 4. Llegada allí, se pone el mono, tira serrín y marca cada cerdo con un martillo, mientras los va cargando sobre cada uno de los tres pisos de la jaula, en una operación que puede prolongarse hora y media. Tras la báscula y el consiguiente papeleo, se inicia el camino hacia alguna de las granjas de cerdos para las que trabaja (Costa Brava, Friselva, Le Porc Gourmet y Olot).

“Cuando llego al muelle, me pongo de nuevo el mono y descargo los cerdos. No obstante, la tarea más rigurosa de mi trabajo es, sin duda, la de lavar el camión exhaustivamente para la siguiente carga. Una cámara –nos explica Roser– vigila paso a paso esta operación. Una vez limpio, paso por el desinfectante y arreglo cuatro papeles más, antes de que me den el precinto y vaya de vuelta a casa”.
Hacia las 3 de la tarde (recordemos a qué hora había sonado el despertador) nuestra joven camionera suelta el volante. A partir de entonces, la sonrisa de su pequeña Aida se convierte en el cobijo de todas sus alegrías y esperanzas, desde el mismo momento en el que sale por la puerta del cole. Parque, merienda, ducha, cena y cama.

“Cuando Aida se levanta para ir a la escuela va a desayunar diciendo ‘mi mamá ya se ha ido a trabajar’, pero cuando tengo el turno de noche y me acuesto a las 6 de la mañana, ella lo sabe perfectamente, así que me tapa con la manta y cierra la puerta de la habitación. Tengo la suerte –aquí es donde Roser abrillanta el gesto– de contar con la ayuda y el cariño de mi madre y, suerte doble, mi abuela Pepita, que tiene una salud impresionante; si no, sería muy difícil compaginar mis horarios largos y cambiantes”.
No reconocer que este sector del transporte está integrado mayoritariamente por hombres sería un desatino. Cierto es que, sobre todo en un principio, la sobreactuación de algunos hombres a la hora de pretender ayudarla podía resultarle algo sofocante, pero cuando Roser se calza las botas y los guantes para trajinar entre los cajones de la jaula, solo hay que verla un momento para advertir que se defiende con la destreza que muchos hombres quisieran.

“Solo he vivido el machismo más detestable en los ojos de un hombre que, cuando me veía llegar al matadero, se ponía como un loco e intentaba perjudicarme a todas horas; pero en general –abunda Roser en este tema– mis colegas de profesión me tratan con total respeto y cuidado. Con mis compañeros en Trans Ferreres la relación es exquisita.
Donde no llega uno, llega el otro. Pero que soy mujer en un mundo laboral muy masculino es algo que, aunque quisiera, no puedo dejar de tener presente. A mí me gusta ir arreglada en el camión. Como me veis ahora –se señala graciosamente el talle– puedo estar perfectamente conduciendo, pero a la hora de ponerme el mono, mientras mis compañeros lo pueden hacer a pie de camión, yo tengo que correr las cortinas o ir al baño”.
Cuando Roser Piñol echa la llave al camión el viernes por la tarde, dice contar las horas para volver a cogerlo. “Es que no me bajaría nunca de la cabina. Me veo jubilándome de esto y espero no tardar más de un año en tener mi propio camión, y quién sabe si mi propia empresa. Lo que yo disfruto de mi oficio no sé si es normal, pero a mí me pasa”.