El corazón a veces te tiene reservada una para cuando menos te lo esperas. María Dolores Jiménez trabajó durante mucho tiempo en una tienda y, con sus tres hijos casi criados, hace tres años decidió abrir los horizontes de su Villacarrillo de siempre para emprender ruta hacia sus anhelos más profundos, ser camionera.
Su historia tiene la fascinación de esas semblanzas personales que rompen la barrera del destino, como quien supera la velocidad de la luz. Sus padres, con mentalidad de viejo cuño, le truncaron la idea de salir de Villacarrillo (Jaén) a estudiar, y aún más la de cumplir su vocación primera, que era ser guardia civil.
“En mi pueblo el horizonte para una mujer era poco más que fregar escaleras o ir a la aceituna. Yo opté por una tercera vía –continúa Mª Dolores–, que fue la de comprarme una máquina para coser cazadoras en casa. No era mi gran ideal, así que aproveché la oportunidad que me dio mi hermano de trabajar con él en un videoclub”.
Los años dorados del Beta y el VHS se esfumaron antes de que comenzara el nuevo milenio, pero los Jiménez supieron reciclarse en un Todo a 100. Una moda por otra.
“La nueva tienda triunfó. Me casé con Francisco –prosigue– y cuando tuve a mi hija empezaron a chocarme los horarios. Mi marido es camionero, así que cualquier programación se hacía difícil y no me cuadraba la idea de tener hijos para que fuera mi madre la que los cuidara. Dejé la tienda y tuvimos dos hijos más.
Cuando ya se iban defendiendo solos –salta en el tiempo– empecé a acompañar esporádicamente a Francisco en el camión para la campaña de la aceituna, y ahí se fue fraguando lo que vendría después”.
Lo digo y lo hago
“Con lo lista que eres, esto te lo sacas de calle”. Con tales palabras le animaba su marido cuando se planteaban la idea de que Dolores pudiera también conducir el camión.
Efectivamente, rígido, tráiler y CAP cayeron a la primera, pero nuestra perla jiennense no esconde que en los primeros envites con la profesión lo pasó mal.
“Nos dimos una semana para que Francisco me orientara al principio. Como la bañera de obra es muy exigente para iniciarse –confiesa–, fuimos a la campaña del orujo.
Había 200 camiones, todo hombres, con remolque sin rompeolas, 50.000 charcas y grupitos mirando en todas mis maniobras, hasta que en una rampa bajé del camión y lloré sin parar. ‘Chiquilla, no llores, que van a pensar que te he hecho algo’, me decía el bueno de mi marido. Los nervios de los primeros días no se olvidan”.
Tres años después, en su pueblo (ese Villacarrillo que es el de siempre, sin ser el de siempre), recoge muchas muestras de admiración cuando pasa con el camión. “Olé tú”, “Valiente”, “Guapa” o “Me voy a sacar yo también el carnet”; son algunas de las frases con las que sus paisanas le acarician los oídos.
En una fábrica de Andalucía aparcó una vez el tráiler junto a una gran cristalera y unas 50 mujeres se asomaron por sorpresa para aplaudirla. “Me hicieron llorar –nos dice–, pero nada que ver con el lloro de antes”.
Con su marido hace ruta segura y feliz, pero cuando se sincera, reconoce que sola es como más independiente se siente. Lo que lleva fatal son los comentarios que hacen referencia a ir hecha una camionera o tener voz de camionera.
“¿Qué se supone que es una camionera?”, me dice con su, por cierto, preciosa voz andaluza. ¿Y tú me lo preguntas, alma mía? Camionera…