Los viejos senderos del Camino Real, el Camino de Santa Fe y el antiguo camino español forman parte de una red de comunicación que durante siglos fue empleada por comerciantes, militares y colonos para cruzar el estado de Nuevo México.
Español, después mexicano y desde 1912, miembro de Estados Unidos, este amplio territorio sureño es transitado hoy por miles de camiones en su ruta hacia Texas, Colorado o California.
El estado mexicano de Chihuahua está a tiro de piedra, por lo que también sirve de camino de paso para muchos transportistas latinos. Sus topónimos nos traen a la memoria viejas películas de vaqueros.
Es inevitable pensar en John Wayne, Clint Eastwood o Lee Van Cleef cuando uno se encuentra con el cartel indicativo hacia Los Álamos, Ratón, Silver City, El Paso, Río Grande o Albuquerque.
Esta última fue, precisamente, el punto de partida de nuestra enésima aventura por tierras norteamericanas.
Andábamos buscando el rastro de la mítica Route 66 a su paso por Albuquerque, la ciudad más grande del estado. Les situamos: 40º C a la sombra, 11 del mediodía, un mapa desgastado de tanto voltearlo y dos pares de ojos agotados de buscar y no encontrar.
Fuera del coche, tierra seca, el asfalto desdibujado por el calor y un enorme cartel de Interstate 25, la autovía que recorre Nuevo México de norte a sur.
De aquellos viejos trazados que una vez sirvieron de senda para comerciantes, viajeros y tropas, apenas queda rastro hoy.
El transporte se realiza por esta enorme autovía. Y allí estábamos, buscando rutas fantasmas plagadas de personajes de celuloide igualmente fantasmagóricos. Ni rastro de la 66. Igualmente, ni rastro de Billy “El niño”.
En su lugar nos encontramos con Jim Krolak y su hijo Tim. Habíamos divisado un Peterbilt con una enorme plataforma. Seguíamos dándole vueltas al mapa de carreteras y, ya hartos, decidimos acercarnos a preguntar.
El vehículo parecía sufrir algún tipo de avería, ya que su conductor no paraba de inspeccionar el motor mientras hablaba por el móvil.
Dentro de la cabina, un chaval de apenas 10 años se resguarda del calor sentado en el puesto del piloto abanicándose con una revista. “Es la primera avería que tengo con este camión y no tengo ni idea de qué puede ser”, nos explica Jim Krolak.
El motor Caterpillar de 475 CV había dicho basta, y ahora padre e hijo esperaban impacientes a que la empresa les enviara un vehículo de asistencia.
Iban camino de Santa Fe, la capital del estado. Transportan cajas de veneno antiplagas para la compañía TMC, de Phoenix a Iowa.
Unos 2.500 kilómetros de ruta. El niño nos sonríe mientras nos escruta con curiosidad, y al cabo de un rato se sienta en la cama de la cabina para jugar a la PlayStation.
“Mi hijo Tim suele acompañarme cuando tiene vacaciones en el colegio. Le encanta, prefiere estar conmigo en la carretera que andar jugando con los amigos, pero yo aún no tengo claro si quiero que en un futuro se dedique a esto”, nos confiesa Jim.
A través de un ordenador, el conductor mantenía informada del percance a la empresa. “El Peterbilt funciona de maravilla y no lo cambio por nada… aunque hoy ha fallado. Supongo que no es el mejor día para hacer un reportaje”.
Con 18 años de experiencia a bordo de camiones, Jim confiaba ciegamente en los Pete, cuyo motor “suena a música”, según sus propias palabras.
Mientras seguimos charlando, desde la central le van haciendo preguntas técnicas para intentar averiguar qué le puede haber ocurrido al vehículo. En casos como éste, estar conectado vía satélite es muy útil, aunque la sensación de control no termina de gustarle.
“Antiguamente te sentías más libre, menos vigilado, pero supongo que los tiempos van cambiando y la tecnología manda”.
El pequeño Tim sigue a lo suyo con la videoconsola. De vez en cuando se acerca y nos mira de arriba abajo. Este año empieza en el equipo de fútbol americano de la escuela, pero de mayor lo que quiere ser es mecánico.
Dejamos a los Krolak esperando al vehículo de asistencia. Jim nos dice que no sabe dónde está la entrada a la 66, que ellos no la cogen. “Es sólo para turistas”, nos dice sonriendo. No nos damos por vencidos y volvemos a surcar el asfalto.
Media hora después, rumbo a Santa Fe, hacemos otra parada técnica. Un Flying J -una de las principales cadenas de estaciones de servicio del país- nos guiña un ojo.
Seguimos sin encontrar nuestra ruta y optamos por pedir ayuda de nuevo. En el aparcamiento nos llama enseguida la atención un Kenworth sin morro, al estilo de por aquí.
Llevamos tantos días por tierras norteamericanas, que ya se nos hace extraño ver camiones de línea europea.
El vehículo, un hermoso Kenworth del año 80 con 400 CV de potencia, pertenece a Robin Parent, un veterano conductor de origen canadiense, que enseguida nos tiende su mano cuando nos acercamos a hablarle.
“Me pilláis haciendo un poco de mantenimiento”, nos dice justo después de desconectar una potente máquina pulidora.
“Llevo cerca de seis horas parado, cumpliendo mi descanso obligatorio, y estoy aprovechando para darle un repaso a los cromados”. El invierno ha sido duro, y la sal de las carreteras corroe fácilmente el metal del vehículo si no se actúa rápido. “Hace 27 años que me dedico a esto y siempre con Kenworth.
Éste tiene cerca de 3 millones de kilómetros y pronto lo jubilaré, pero pienso restaurarlo y guardarlo como un tesoro”, asegura Robin. “El año que viene me gustaría comprarme un 620 CV con sleeper, por la comodidad, básicamente”.
Nacido en Montreal, Mr. Parent abandonó su oficio de granjero con poco más de veinte años para dedicarse a su pasión, los camiones.
Más de tres décadas después, su vida ya está enraizada en Estados Unidos, aunque sigue sintiéndose canadiense.
“La vida en ambos países es diferente. Y para un camionero, donde más saltan a la vista esas diferencias es en la comida. Ni punto de comparación”.
Robin transporta farolas, aunque la carga es variada. Desde cobre hasta acero, pasando por maquinaria pesada. Vive en Massachusetts y viaja tres semanas seguidas a cualquier punto de Estados Unidos. Este mes le ha tocado Phoenix, y ya le queda poco para llegar.
“¿La ruta? Antiguamente, Nuevo México tenía un problema grave con los conductores borrachos (durante años, el estado poseía el récord nacional de accidentes ocasionados por el consumo de alcohol), pero en los últimos diez años las cosas se han normalizado mucho.
Esta parte de la ruta es bastante cómoda para nosotros y las carreteras son muy seguras”.
A un paso de la jubilación
Son más de las seis de la tarde. Hemos optado por olvidarnos de la Route 66 y disfrutar de las llanuras. En nuestro último truckstop del día nos topamos con un simpático veterano que rondará los 65 años.
Nos llama la atención el tanque que arrastra su camión -una inclinación de carga extraña- y cuando nos acercamos a preguntar, salta de la cabina armado con un viejo álbum de fotos y comienza a hablar.
“Soy de West Virginia, hace 45 años que conduzco y he visitado los 48 estados del país. ¿Queréis ver las fotos?”.
Se llama Buddy Dayhoff y conduce un Peterbilt 379 del año 2005. Trabaja como autónomo y arrastra un enorme tanque de agua para el suministro del Circo del Sol, para quien trabaja desde hace años.
“Conduzco tres semanas y descanso una”, nos cuenta. “Tengo dos hijos, los dos ya están casados, y mi mujer tiene más ganas que yo de que me jubile. Y la entiendo -confiesa Buddy-, pero también es cierto que cuando nos casamos ella ya sabía cómo era este mundo”.
Pasamos casi una hora charlando con este entrañable conductor. Nos enseñó su álbum y nos explicó, una a una, cada fotografía, cada viaje, cada vehículo. Hasta que se hizo de noche y partió a lomos de su Pete.
Y nosotros regresamos al coche, y mientras seguíamos rumbo norte, dirección Colorado, otra vez volvieron a nuestra mente las imágenes de John Wayne, Clint Eastwood y Lee Van Cleef.
Tierras áridas, rutas interminables y diligencias averiadas. La ruta Albuquerque-Santa Fe ya no es aquello, pero aún hay “vaqueros” anónimos que la siguen haciendo interesante.