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El toro Osborne, guardián de las carreteras

En una época en la que las autopistas han uniformado el paisaje de los viajes por carretera, en la que las áreas de servicio se parecen como gotas de agua y en la que es difícil distinguir si uno cruza La Rioja o el Languedoc, una imagen nos sitúa perfectamente: la silueta de un toro negro recortándose sobre el horizonte.

Desde hace más de seis décadas, el toro Osborne nos acompaña en los viajes por nuestro país y nuestra memoria. Más de medio siglo de simbología, arte, costumbrismo y polémica.

En 1956, mientras toda España sufre una brutal ola de frío y los periódicos comentan la independencia de Marruecos, la firma del acuerdo para las bases norteamericanas, la muerte del escritor Pío Baroja y el nacimiento de Televisión Española, un publicista de 44 años tiene una idea que acabaría marcando para siempre el paisaje de las carreteras españolas.

El Grupo Osborne buscaba una imagen para los anuncios de carretera de su coñac Veterano y le encargó el trabajo a la agencia Azor, en la que colaboraba un artista que se llamaba Manolo Prieto y que propone una idea tan aparentemente sencilla como históricamente genial: la silueta de un toro de lidia.

Menos de un año después de que Manolo abocetara su diseño en una hoja de papel cuadriculado, se monta el primer astado de prueba en la carretera de Burgos a Madrid, a la altura de la localidad de Cabanilla de la Sierra.

A finales de 1957 ya había dieciséis toros en las orillas de las carreteras españolas.

Esas primeras vallas publicitarias eran de madera y mucho más pequeñas que las que luego acostumbramos a ver: medían cuatro metros de altura, tenían los cuernos pintados de blanco y un rótulo que anunciaba el coñac de Osborne.

Por aquel entonces el toro apenas destacaba entre la multitud de anuncios de todo tipo que rodeaban las carreteras nacionales españolas por las que empezaban a circular los Seat 600.

Además la madera se pudría muy rápido con la lluvia, el sol y las heladas, así que se decidió cambiar la estructura por una de metal, aumentar su estatura hasta los siete metros y colocarlo en lo alto de cerros próximos a la carretera para que destacase por encima del resto de anuncios publicitarios.

En 1962, en pleno desarrollismo económico, una nueva ley sobre publicidad permite una clara manga ancha para las vallas al borde de las carreteras y el toro pasa a medir, en algunos casos, 14 metros de altura. Por su ubicación privilegiada pasa a convertirse en una imagen tópica de nuestro paisaje.

Son los años del auge del turismo y de las vacaciones en la playa para millones de españoles que comienzan a disfrutar de un nivel de vida desconocido hasta entonces.

Los viajes son ciertamente interminables, con toda la familia amontonada en el interior de unos utilitarios que renquean a lo largo de unas carreteras nacionales en cuyas orillas es posible ver a los famosos domingueros merendando a la sombra de los más variados anuncios.

Con la transición política el país comienza a cambiar vertiginosamente y nuestro protagonista no es ajeno a esos cambios.

En 1988, la ley General de Carreteras obliga a retirar la publicidad de cualquier lugar visible desde cualquier carretera estatal.

En un primer acto de resistencia desaparece la rotulación que anuncia el coñac, que había comenzado a llamarse brandy, de las vallas de Osborne, pero las siluetas de los toros se mantienen.

Pero seis años después, el Reglamento General de Carreteras ordena retirar definitivamente todos estos emblemáticos reclamos publicitarios, convertidos ya en una seña de identidad de nuestro paisaje.

La reacción es inmediata y generalizada. Ayuntamientos, comunidades autónomas, asociaciones culturales (en algún caso como el de ASTADO (Asociación para Salvar al Toro Amigo de Osborne, creadas ex profeso para la ocasión), medios de comunicación, artistas e incluso políticos se pronuncian a favor del mantenimiento de las vallas.

El argumento es siempre el mismo: el toro de Osborne no es publicidad, es una seña de identidad propia y un bien cultural.

El debate se generaliza y en algunos casos como el del Ayuntamiento de El Puerto de Santa María, patria chica de su creador, la protesta va encabezada por la firma de alguien tan ilustre y querido como el poeta Rafael Alberti.

En diciembre de 1997, el Tribunal Supremo zanja la discusión con una sentencia a favor del mantenimiento de los toros “debido a su interés estético o cultural”. Desde entonces pasa a convertirse definitivamente en uno de los logotipos nacionales más arraigados, con una gran difusión en todos los terrenos, desde el fútbol hasta el arte, pasando por el más fiero mercadeo.

El momento cumbre del toro se produjo en el año 2000, cuando llegó al Museo de Arte Reina Sofía, convertido en el logotipo para la exposición monográfica “100 años de diseño gráfico en España”.

Cuatro años antes, la Junta de Andalucía lo había inscrito en el Catálogo General del Patrimonio Histórico Andaluz.

Genios del arte como Picasso y Dalí, diseñadores de moda como Vitorio y Luchino, o directores de cine como Bigas Luna han hecho adaptaciones, versiones y recreaciones célebres del archiconocido anuncio.

Un ejemplo que han seguido artistas más jóvenes como Javier Figueredo, que alcanzó cierta celebridad al convertirlo en una vaca lechera ‘pastando’ en los campos extremeños, o SAM3, un muralista urbano de renombre internacional, cuyos trabajos han llenado paredes de edificios de Londres y París o el Eurotunel que cruza el Canal de La Mancha, y que silueteó el esqueleto del toro en la localidad madrileña de Valdemoro.

Incluso a pasado a la portada de algunos libros como la novela de Ángel Palomino “Han volado el toro del coñac”. Sus visibles emplazamientos y su carga simbólica lo han convertido también en protagonista del más variado abanico de reivindicaciones.

En septiembre de 2008, un grupo de activistas de Greenpeace colocaron una mascarilla a un toro de Osborne situado en la A-1, a las afueras de Madrid, para “protegerlo” de las emisiones de gases de efecto invernadero de los automóviles.

La responsable de la campaña de transporte de esta organización ecologista, Sara Pizzinato, explicó en su momento que esta acción reconociendo el valor simbólico del antiguo anuncio de coñac: “Hemos elegido el toro de Osborne como testigo en las carreteras españolas del aumento incesante de las emisiones de CO 2 de los vehículos”.

En el capítulo político y de actualidad de la década de los 80, hay que destacar las siluetas de los morlacos próximos a Madrid, como el de la N-II a la altura de Guadalajara, que aparecieron pintadas con grandes letras sobre las que se podía leer desde bien lejos la palabra Boyer.

Era una forma más que los opusdeístas de la familia Ruiz Mateos empleaban para protestar por la expropiación que el Gobierno socialista de Felipe González llevó a cabo el 23 de febrero de 1983 contra la antigua Rumasa. En aquellas fechas, Miguel Boyer ostentaba la cartera de Economía y Hacienda del Ejecutivo socialista.

También los grupos antitaurinos eligieron, con una lógica un tanto evidente, al toro de como escaparate ideal de sus reivindicaciones, como sucedió hace un par de años en la localidad de Valdemoro, cuando la organización Igualdad Animal vistió al “animal” con sus pancartas contra el maltrato a los animales.

En los últimos años, el toro se ha colado en el mundo del fútbol, al instalarse en las banderas que exhiben los hinchas de la selección española.

Esta carga simbólica, que asocia el toro con la simbología netamente española, ha colocado esta singular valla publicitaria en el centro de una permanente polémica política y judicial. Militantes de grupos independentistas gallegos, vascos y catalanes han arremetido contra la silueta taurina en numerosas ocasiones, con mayor o menor éxito.

La palma se la lleva el único toro que queda en Cataluña, el que está situado en el Bruc, derribado y vuelto a colocar casi una decena de veces. En sus mejores momentos, esta particular ganadería llegó a tener más de 500 ejemplares distribuidos por toda la geografía española.

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